Durante toda nuestra vida, creemos en las bondades de la educación. Que el sistema busca que como individuos, aprendamos y desarrollemos nuestros conocimientos y habilidades, particulares en cada quien.
Nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que salvo raras excepciones, la escuela no quiere individuos. Enseña a los infantes a amoldarse a patrones establecidos, a seguir reglas, a encajar.
Como plantea el especialista en educación y desarrollo de la creatividad, Ken Robinson, en su libro El Elemento, el objetivo del sistema educativo es crear buenos trabajadores y ciudadanos que acaten las reglas y un sistema de creencias preestablecido. Y los parámetros para medir las capacidades de esos niños también son limitados y rígidos, sustentados en planteamientos que datan de la época de la Revolución Industrial, donde los conocimientos y las necesidades económicas globales eran muy diferentes a las de ahora.
Este sistema obsoleto se enfoca en desarrollar ciertas habilidades (lingüísticas y matemáticas, en esencia) e ignora otras, cuando las teorías modernas de psicología plantean que en realidad existen nueve tipos de inteligencia (intrapersonal, musical, existencial, visual/espacial, naturalista, lógica, lingüística y kinestésica).
Un estudio sobre pensamiento divergente, arrojó que entre los tres y los cinco años de edad, 98% de los niños son genios; a los 10 años, el porcentaje disminuye a 38%; a los 15 años a 10%, y a los 25 años o más, únicamente 2% de las personas estudiadas mantuvieron esa genialidad.
La conclusión evidente es que la escuela mata la creatividad: anestesia a los niños. Cuando somos insertados en el sistema educativo que margina todo lo diferente, perdemos poco a poco ese espíritu libre, innovador y creativo con el que nacemos.
Y la paradoja se presenta cuando, mientras la escuela está centrada en el hemisferio derecho del cerebro (lógica, análisis, lenguaje), el éxito en el mundo real pertenece con frecuencia a los que tienen predominancia del hemisferio izquierdo (creatividad, innovación, intuición). El resultado es que los estudiantes con mejores calificaciones están perdidos cuando crecen, pues llegan a una empresa y les piden hacer justo lo que les prohibieron en 20 años de escuela: pensar diferente.
En el libro, Robinson recopila varios casos de personas destacadas en diversos ámbitos, como la famosa bailarina y coreógrafa Gillian Lynne, el creador de “Los Simpson”, Matt Groening, o el ex Beatle Paul McCartney, y todos ellos narran que eran “malos estudiantes”, se sentían tontos o se aburrían en clase, y eran castigados o enviados al psicólogo por “distraídos”. Estos grandes talentos, algunos gracias al apoyo oportuno de sus padres, y otros contracorriente, finalmente, ahora como adultos, viven una vida plena, encontraron su vocación y son exitosos en ella.
Es importante como padres, estar atentos a la personalidad y los talentos particulares de los niños y darles las herramientas para desarrollar su potencial, no reprimirlos, por muy “fuera de lo común” que parezcan sus intereses o inquietudes. Ayúdelos a florecer y a encontrar “su elemento”. Puede ser que el próximo Steve Jobs, Nadia Comaneci o Freddie Mercury sea su hijo.
Columna Entre Terrícolas. Publicada en Novedades de Quintana Roo el 11 de abril de 2017.